Fue un cálido día de principios de octubre cuando el noble acudió al Tribunal de Castilla para declarar contra unos vasallos. El noble de segundo rango tenía fama de ser un fiel siervo de sus señores. Si la Santa Inquisición juzgaba aquel caso era porque los vasallos habían sido acusados falsamente de herejía y brujería para ocultar el verdadero motivo de todo el escándalo: un gran engaño en el que se mezclaban traición, ansias de poder y avaricia, que los vasallos habían tenido la osadía de denunciar.
Los señores feudales habían movido los hilos para quitarse de en medio al anterior inquisidor porque estaba demasiado interesado en buscar la verdad, lo cual no les convenía. El nuevo inquisidor, en cambio, se ajustaba perfectamente a lo que necesitaban: fanático, autoritario y maleable.
Andrés Almena, el buen siervo de sus señores, acusó a sus vasallos de haber cuestionado la autoridad de la Santa Madre Iglesia y de hacer un aquelarre en un frío fin de semana de diciembre. Al representante del obispo que actuaba como garante de imparcialidad no se le permitió intervenir y el inquisidor dio por buenas todas las acusaciones del noble sin incomodarle en absoluto.
Tras su testimonio quedó probado que los vasallos habían sido vistos danzando con demonios en una posada la noche de autos y que habían cuestionado la autoridad del Papa.
La multitud sedienta de sangre se agolpó en la Plaza Mayor para presenciar la quema de los vasallos tres días después.
Se que no te va a gustar,pero me has recordado a don Cesar Vidal.
Muy bueno.
¡Cómo me conoces!
…asi son las cosas antes y despues.